1.20.2011

La Cosecha.

Partíamos de casa desde temprano, varios minutos antes de que saliera el sol, y no es porque el lugar fuese realmente lejano o porque no contáramos con una extraña y mal aparentada pick up que llevase más de 30 años funcionando al grado que ya en casa todos la aprecian. La tierra le atrapa a uno en la intención de aprovechar las horas de luz, en una pretensión por apresurarse para un trabajo en el que no debería haber apresuramientos, en el que las plantas pesadas por levantar permanecerán allí a pesar de la premura o no. Había además que viajar entonces en la parte trasera, descubierta claro, pues el abuelo merecía sin cuestionamientos el lugar del copiloto junto al único Tío que en ese entonces sabia conducir la ranfla esa, nadie se hubiese atrevido a cuestionar los privilegios del abuelo, allí iba el viejo, sin decir nada, hablando lo necesario, dar órdenes es el aspecto que al parecer más le apetece para abrir la boca. No obstante uno se resigna a la condición de jodido muriendo de frio que ocupa, y se entretiene con esa broma de las ondas de luz, de las aves que ya no se acercan al pueblo pues sospechan que está maldito, o como muchos otros, que no ven sentido en hacer una cosa semejante, podía apreciarse también los restos dejados por los ladrones de autos que aprovechan las veredas para desvalijar sus robos.
Llevábamos lo necesario para completar la faena, restos de lazos para formar mas lazos y matar la duda de que la carga se cayera, que estupidez cuando eso ocurrió una ocasión, que se cae todo de repente sobre la avenida y con los autos y las miradas que no portaban esa culpa y sentían que eso no les hubiera pasado, y uno apresurado y señalado de estúpido por afectar; cargábamos con  bieldos, machetes, oses, la bendición danzante de la abuela y sus panes para reírnos del hambre; y llegábamos al lugar y estaba todo ese maíz, tirado, lleno de polvo, porque además de los panes de la abuela, había que tragar polvo, y se hacía uno la ilusión de acabar pronto, pero ese pronto era por lo general 11 horas después, aunque no había problema porque no se estaba solo, estaban las imágenes del lago en la parte baja de la loma, de las águilas planeando al viento frio de septiembre y a lo lejos, muy lejos, se veía nuestra casa, y era inevitable buscar el punto por donde podría levantarse sin poder identificarla nítidamente, pero se sospechaba que en ese punto inexistente  donde se posaba la mirada, había algo que conocíamos.
Comenzar no era difícil sino accidentado, lo difícil en realidad era mantenerse, porque el maíz cuando está seco, la hoja de la caña corta escuetamente, extrañamente, corta en esa parte que eligen los románticos al quitarse la vida, las muñecas, y se confundía la sangre con la mugre que se impregnaba al cuerpo a la salida del sol. Extrañamente nunca cosechamos, todo se seca y se tira la caña con el maíz semanas antes y era posible ver que ya otros habían robado lo que se podría cosechar, al menos a las orillas del solar porque ya a dentro, los insectos no lo hacen tan agradable, y no sé si a los demás les pase lo que a mí cuando me interno entre los surcos del maíz cuando está en pie: el maldito viento que te juega bromas y te observa y te rodea y no deja de fastidiar hasta que por fin te largas. Después, el maíz se abraza y así en “greña” te lo hechas al hombro y sufres el dolor de que te corta también el cartílago en las orejas si te distraes y flaqueas en un momento que le permitas deslizarse.
No es bueno conversar en estos menesteres pues se pierde el tiempo, por eso es que es un trabajo silencioso, y uno tiene tiempo para pensar toda clase de cosas hasta que llega el final, en el que hay que preparar lo mejor que se pueda lo que se lleva para casa después de las discusiones que le buscan el mejor orden, el mejor acomode, a quemarse las manos con los lazos al apretar, a preparar el regreso en los autos de los que llegaron después, de los de la misma familia que poco a poco han abandonado esta cuestión de cosechar, el mismo destino que nos espera a todos: no ser con la tierra más que unos desconocidos. Y ahora si se ríe, se comenta, se festeja, se beben algunas cervezas, solo cuando la labor se ha concluido y ya no se preocupa nadie por las hectáreas sin faena, y no obstante eso, durante el viaje de regreso los tiempos de silencio son mayores, donde las ondas de luz vespertinas son otra vez contempladas en firmamentos impalpables, donde el vuelo de las mismas águilas revolotean ahora la despedida, donde el viejo por fin se ha callado y ha dejado de dar órdenes que todo mundo obedeció, donde el ruido del motor 1970 Fordiano funciona y nos calma las ansias, un momento en el que nadie dice nada porque no es necesario, y las bendiciones danzantes y risueñas de la abuela nos señalan a todos el camino de regreso a casa. 

Héctor Efrén Barreto Guerra. 

1.05.2011

Disparé.

El ave de manera ninguna era culpable de nada, tampoco estaba allí por equivocacion, el que habría errado a partir de entonces en casi todos los aspectos parece que sería yo. Seguí las recomendaciones y jalé el gatillo. No podría decir con certeza, nunca, dónde es que fue el impacto puesto que la reacción en cada uno de los puntos fue distinta, el ave con temor fundado intentó alejarse a pesar del daño causado por el proyectil, yo en cambio saboree el amargo sabor de un arrepentimiento enmarcado por el odio proveniente de los alrededores en un flash vertiginoso del que se desprendian las sinrazones de un acto tan imbecil como el previo. Ahí estabamos, jugando a tener derecho sobre los demas, no obstante el acobardamiento que sufrí y que me hizo desprenderme del arma, hubo quienes creyeron que antes que olvidarlo todo y regresar a casa agobiados por la manera irremediable en que abiamos dirigido nuestro comportamiento, prefirieron continuar disparando, para nuestra mala fortuna y con criterios infundados, matar era la unica opcion para eliminar lo que habiamos comenzado. El destino nos advertia cuando nos difucultó a todos ser el responsable de la muerte del ave despues de varios disparos más que no lograron obtener tal resultado, si no que nos sumia en la miseria de su sufrimiento y ya en ese momento me permitia presagiar las pesadillas que gracias a ello soñaria, en especial por dar origen a una circuntancia como tal. El ave fue muerta despues de intentos posteriores y el silencio involuntario fue la manera en que sin quererlo enmarcamos su agonia. Lo he pensado mucho desde entonces, han pasado ya varios años y aun recuerdo ese desden que llovió sobre mi justo despues de disparar, ha sido, recuerdo, una lapida de miedo y agonia propia, que al recordarla me ha sobresaltado en ya varias ocasiones.

Sé que no existe manera de remediarlo y que inevitablemente tendré que afrontarlo en esta vida o como sea, solo espero con toda la confianza que de un tipo sin fe como yo pueda surgir, que la maldita ave no tenga nunca su venganza.